viernes, 28 de marzo de 2014

DUDAS Y RECONOCIMENTOS BRITÁNICOS SOBRE LAS ISLAS MALVINAS.

DUDAS Y RECONOCIMENTOS BRITÁNICOS SOBRE LAS ISLAS MALVINAS.

"He revisado todos los papeles relativos a las Falklands. De ninguna manera encuentro claro que alguna vez hayamos sido titulares de la soberanía de dichas islas".
(Duque de Wellington, en 1834, siendo Primer Ministro de Gran Bretaña).




Numerosos estudiosos y juristas británicos coincidieron luego con el célebre vencedor de Napoleón en Waterloo: en 1910 el titular del Departamento América del Foreign Office, Sidney Spicer, escribió "...la actitud del gobierno argentino no es enteramente injustificada y nuestra acción ha sido algo despótica"; un año después el secretario asistente del Foreign Office, R. Campbell, se preguntaba "quién tenía el mejor derecho al tiempo que nosotros anexamos las islas. Yo pienso que el gobierno de Buenos Aires [...] Nosotros no podemos hacer fácilmente un buen reclamo y astutamente hemos hecho todo lo posible para evitar discutir el tema en la Argentina"; en 1928 el embajador británico en Buenos Aires, sir Malcolm A. Robertson señaló en una carta privada que "las reclamaciones argentinas a las islas Falkland en ninguna forma son sin fundamentos", e insistía en otro documento que "el caso inglés no es lo suficientemente fuerte como para afrontar una controversia pública"; en 1930 se pudo leer en la página 390 de la obra The canons of international law: "Los británicos ratearon las Falkland en 1833"; en 1936 el consejero legal de la cancillería inglesa, George Fitzmaurice, señaló: "Nuestro caso posee cierta fragilidad" y aconsejaba lo que finalmente se hizo: "Sentarse fuerte sobre las islas, evitando discutir, en una política para dejar caer el caso"; en el mismo año John Troutbeck, alto funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores británico escribió: "...nuestra toma de posesión de las islas Malvinas en 1833 fue tan arbitraria [...] que no es por tanto fácil de explicar nuestra posición sin mostrarnos a nosotros mismos como bandidos internacionales". Estos son sólo algunos testimonios. Existen muchos documentos lapidarios más, pero fueron retirados del Archivo Público Oficial (P.R.O.) en abril de 1982, al tiempo que Thatcher declaraba: "siempre hemos sido asesorados sobre que los derechos británicos son firmes como una roca". Los documentos en cuestión deberían ser desclasificados en el año 2015.
(Armando Alonso Piñeiro, "Historia de la guerra de Malvinas", Buenos Aires, 1992, pp. 12-14)

jueves, 13 de marzo de 2014

LAS INVASIONES INGLESAS.Sobre ,Un imperio colosal el más grande y colosal Imperio que haya existido sobre la faz de la Tierra lo construyó la España Católica al finalizar la Alta Edad Media.

LAS INVASIONES INGLESAS





Un imperio colosal el más grande y colosal Imperio que haya existido sobre la faz de la Tierra lo construyó lSobrea España Católica al finalizar la Alta Edad Media. 

Un poco más tarde, y gracias a la ventaja de una Bula Papal, le quedaría todo el actual Continente Americano en su poder.
En seguida, a los pocos años, por un tratado entre partes, también refrendado por un Papa, la dejaría dueña de medio planeta. Era un imperio inconmensurable, de tal vastedad, que decían nunca se ponía el sol. Fue la admiración del Mundo de aquel entonces, como lo fue en el pasado reciente, como lo es hoy y lo será mañana seguramente.
Pero esta gesta gloriosa solamente le traería celos y rivalidades a España. Los ojos resentidos y los corazones codiciosos de las grandes y pequeñas naciones del entonces Mundo Conocido, en particular las europeas, se posaron sobre la antigua Hispalia de los romanos, y sus almas suspiraban fascinadas de igual modo que cuando pensaban en las exoticidades del Oriente.

Todas las vecinas de España se regocijaban con las noticias venidas del hasta hacía poco profundo y distante Mare Tenebrosum, que se extendía allende las Columnas de Hércules. Así se conocían las noticias referidas a la hermandad entre los pueblos nuevos. Otras revejidas rumoreaban sobre desavenencias entre ellos que, tratándose de españoles, no tardarían en aparecer. Y fueron estas últimas y aquellas vastedades imposibles de cubrir, y por ello en aparente desamparo, las que encendieron la imaginación boscosa de muchos aventureros, renegados y manilargos.
No piense el lector desprevenido que estos fueron siempre corsarios, piratas y pechilingues que actuaban por su cuenta. No. También hubo monarcas poderosos que se valieron de ardides temerarios para el saqueo que ya se avecindaba o de la duda sembrada adrede para luego aprovecharse de ella. Y, si no me creen, vean el mapa que de puro devoto les he preparado para el punto siguiente.

El gran hallazgo portugués: el Continente Americano se mueve
Como se puede observar en la proyección de abajo, he trazado dos grupos de tres líneas cada uno. La primera línea del grupo de la izquierda, es la convenida en la finca cercana a Tordesillas el 7 de junio de 1494, y se corresponde con 370 leguas, españolas y portuguesas de 17½ leguas al grado, hacia el Oeste (el texto del tratado en Navarrete, Viajes, Tomo II, pp. 116 a 130). Ella pasaba por la isla de San Sebastián en el extremo sur de lo que entonces figuraba en las cartas de la Casa de Contratación de Sevilla como Brazil de Terra de Santa Cruz (el Brasil actual). Las tres líneas del conjunto de la derecha son las dispuestas por la Bula Pontificia: 100 leguas al Oeste de la más occidental de las Islas del Cabo Verde.

Como este fallo era irrefragable, por ser una cuestión matemática la posición de los medanales del Cabos San Roque y el de San Agustín respecto a la situación de las islas del Cabo Verde, también era inapelable. Entonces don Manuel I, El Afortunado, rey de Portugal (de 1495 a 1521; tiempos de los Reyes Católicos, de Fray Francisco Cardenal Cisneros y de Carlos V de Alemania, todavía no era Carlos I de España), junto con su cosmógrafo, el lusitano Francisco de Texeira, tuvieron, una escabrosa idea, sea por lo peregrina como por lo trasnochada: como no podían correr la Línea de Tordesillas, desplazaron al continente americano hacia el Este. Es decir, estrecharon la distancia entre América y África. Y como esta longitud era incierta, entonces el asunto sí era discutible. Es decir: desplazaron el continente americano hacia el Este porque con el África, ya conocida en todas las cartografías, no lo podían hacer.
De esta manera la línea, que supuestamente era inamovible, se corría hacia la izquierda, ya sobre tierra americana, llegando a comprender primero al Cabo de Santa María (al sudeste de la actual R. O. del Uruguay), el punto considerado como la entrada oceánica del Río de la Plata. Más tarde el rey don Sebastián (de 1557 a 1578; tiempos de Felipe II), haría lo mismo con su cosmógrafo doctor Pedro Núñez, pero esta vez el límite se desplazó tanto que comprometía a la después Colonia del Sacramento (que desde Solís se llamaba Punta Santa Bárbara). Es por esta causa que en el norte de algunas cartografías figura Groenlandia como Tierra del Rey de Portugal. Y no avanzaron más hacia el oeste por el sur, porque por el norte, pasando el Ecuador terrestre, este meridiano ficticio habría incluido a las islas caribeñas descubiertas por el Almirante Colón en sus cuatro viajes, lo que hubiese sido el colmo de la desfachatez.

Por Tordesillas, España quedó prácticamente dueña del hemisferio occidental, y Portugal propietaria del hemisferio oriental. De forma tal que en la Península Ibérica se encontraban los dos dueños del mundo. Pero, a pesar de la vecindad, jamás los propietarios llegaron a materializar en tierra, por dónde pasaba la Línea de Tordesillas que, a la postre, resultó en partes sinuosa y en otras divagante, y fue la causal amenazada de numerosos litigios, desconfianzas, usurpaciones y hasta de guerras entre los dos reinos vecinos.

Lo mismo habría de ocurrir en las lejanas y medio ignotas antípodas, donde esta frontera ideal que circunvalaba el geoide que es la Tierra, debería haber pasado por algún lugar próximo de la actual Oceanía (el viejo Moluco medieval), se evidenció como más escurridiza que en el Atlántico (en esos tiempos llamado Mar del Norte), y también fue motivo de muchos problemas jurisdiccionales.
Esto no hubiese pasado del triste anecdotario, si no fuese por sus consecuencias que fueron más allá de coscorrones propinados entre dos reinos. Y resultó que entre las Islas del Cabo Verde y un sector del extremo nororiental de la actual Sudamérica (los arenales blancos del Cabo San Agustín), quedó formado un ancho uso de más de 1.200 kilómetros que era tierra de nadie. Este fue el lugar por donde se producirían las infiltraciones francesas, holandesas e irlandesas primeramente y, como colofón en este vasallaje, su heredera en el latrocinio primero y en la depredación y la intrusión después: Inglaterra; un reino insular y miserable donde ninguna persona sensata hubiese apostado un maravedí, a no ser por sus lanas, entonces principal industria de la isla, embarcadas para las tejedurías de Génova y Flandes desde el Siglo XV por lo menos (a pesar de las impagables deudas inglesas contraídas en tiempos de Enrique VII con los usureros de Florencia, Nápoles, Venecia y Génova). Esta es la causa por la que las colonias florentinas, napolitanas, venecianas y genovesas fueron tan numerosas en Londres y en Bristol. Tiempos en que era un orgullo para los ingleses el casar a una hija o hijo con una italiana o italiano.
Alrededor de 1938 la sociedad científica The Hukluyt Society fijó, después de trabajar sobre los archivos de la época, este meridiano (la Línea de Tordesillas) en 47° 32’ 56’’ Oeste de Greenwich (pasaría aproximadamente, desde el Norte, por Puerto Sao Luis; y Río de Janeiro por el Sur). De forma tal que 442 años después se vino a descubrir que España tenía razón. Ahora bien: vaya el lector y en un planisferio fije este meridiano, que se hace fácilmente, luego vea lo que es el Brasil actual y diga si no es para arrancarse los pelos con una tenaza. La inmensa diferencia que obtendrá es toda la tierra usurpada a España, y en consecuencia a nosotros, sus herederos directos.
La visita de un Profeta y los comienzos

Nuestra gente siempre anda diciendo que nuestra tierra nunca ha dado filósofos ni santos. No es verdad. Gracias a Dios yo pude conocer a uno que era las dos cosas: el Padre Leonardo Castellani. Y si se lo lee bien, también puede hallarse en él a un profeta. De la modernidad, dirá alguno para depreciarlo: sí, como los otros fueron de la antigüedad. El haber sido un contemporáneo le acrecienta su valor. No se enoje el lector: es una forma de ver. Pero en verdad fueron muchos los llamados y muy pocos los elegidos. Y esto es así y no de otro modo, porque ha de saberse que los santos solamente nacen en Italia, alguna vez en Francia y de tanto en cuando en España. No van a nacer en Quitilipi, por ejemplo, o en Caspicuchuna, Santiago del Estero, que le quitaría lustre al martirologio cristiano. En eso estoy de acuerdo.
Pero entre nos habitó un Profeta, a quien no se le ha prestado la debida atención ni rendido el merecido culto. Se trataba del bravo Conquistador Juan Pérez de Zorita, teniente del Gobernador García Hurtado de Mendoza, quien en 1577 penetra en el Tucumán y le cambia el nombre indígena por el de Nueva Inglaterra. Al siguiente año funda otra poblazón y la denomina Londres. Saturnino Rodríguez Peña, Alvear y Sarmiento hubiesen dicho que Pérez de Zorita era un hombre culto.

Evidentemente que este hombre profetizaba sobre lo que sería esta tierra con el devenir de los años: suelo de saco prolijo. Y enseguida le dieron la confirmación a su presentimiento: al poco tiempo de estas fundaciones los corsarios ingleses bloqueaban El Callao. O bien que don Pérez de Zorita no era Profeta, y antes bien fue hombre que se adelantó a su tiempo, como fue el insigne Rivadavia, que como un águila veía cosas que nadie podía ver, y tenía un cerebro tal que hacía chanfainas para su beneficio que aún hoy nos cuestan entender. Pero esto de no entenderlo es de puro burros que somos, y no porque él fuese un diletante de la política. O como al gringo Culaciatti que le decían Marconi porque había inventado el matahambre sin hilos. No sé.
Desde 1558 reinaba en Inglaterra, con 25 añitos de edad, Isabel I, a la que le decían “la Reina Virgen”, contra la opinión del Duque de Essex, 36 años menor que ella (al que le hizo cortar la cabeza el 25 de julio de 1601; dicen unos que por la derrota en Irlanda, y otros porque el Duque, entre sable y lanza, también hacía fraseo de armas con la real ayudante de cámara, que era cincuenta años menor que el virginal esperpento isabelino), y unas cuatro o cinco docenas de hombres más (si he contado bien) que decían habían abrevado en aquel jagüel con todo tipo de perversiones sexuales. Sin contar las relaciones escandalosas que tuvo, en cuanto dejó de ser una niña, con su tío Thomas Seymour, su gran amor, que duraron 15 años solamente porque el provecto no daba más. Sin embargo hizo descerrajar el hacha inclemente sobre el cuello del querido tío Seymour, al parecer por una cuestión de celos, y a pesar de ser éste un vejestorio que se andaba con fomentos y friegas de mandrágora con alcanfor, probándose la mortaja y tomando clases de arpa para hacer equilibrio en una nubecita. El asunto Seymour la dejó mal de la sesera, que ya venía percudida desde la cuna, y lo de Essex fue el remate, hasta dos años después, hecho ya un descolado mueble viejo, en que le sobreviene un final patético de locura galopante, y el 24 de marzo de 1603 partió a morar vaya a saberse en qué rincón del éter.

Una nave inglesa trenzada en lucha con un galeón español
Contrariamente a lo que dice la historia oficial inglesa, y la nuestra que es copia de la de aquélla, forjada por los mitristas a sueldo de ayer y de hoy, el reinado de Isabel, que se extendió por más de 40 años, no fue de progresos y riquezas. Hilaire Belloc cita a Thorold Roger quien “ha demostrado que durante el período isabelino la riqueza declinó constantemente (…) Es cierto –continúa Belloc- que entonces apareció una raza de marinos valerosos, pero no eran más destacados que los capitanes de otras naciones de Europa en ese tiempo, y casi todos ellos se ensuciaron con robos y crímenes. Eran traficantes de esclavos y piratas, apoyados secretamente por los poderosos de entonces” (H. Belloc, Characters of Reformation, pág. 171). Es que la historia oficial pretende desviar al incauto, entreteniéndolo al colgarle zanahorias del pescante, de modo que nadie entre en los sórdidos aspectos de este reinado.
Sobre estos últimos depredadores que cita Belloc, se estimaba que en el año 1563 operaban entre la Mancha y el Támesis, unos cuatrocientos piratas. Situados en la desembocadura del río, se apoderaban de las mercancías y las vendían en Londres a precios viles. Se quejaban los Países Bajos y los embajadores de Felipe II; los ministros de Isabel, que estimulaban estos despojos y la reina, que no las ignoraba, fingían sorprenderse. Algunas embarcaciones fueron devueltas a sus propietarios y las mercaderías se diluyeron en las brumas vespertinas, mientras Isabel los amenazaba con la horca a los autores de aquellos pillajes (Carlos Pereyra, El Imperio Español, Tomo II, pág. 168). De vez en cuando, y pretendiendo darle algún toque de veracidad a esta patraña, se ahorcaba alguno de estos forajidos, o en su nombre a un temulento empedernido que pescaban en una borrachería, en un patíbulo instalado en la orilla norte del Támesis. El lugar se conserva hoy intacto y es motivo de un alegre circuito turístico, que el lector puede disfrutar mientras se merienda una hamburguesa con un buen cucurucho de pochoclos.
Pero Isabel, habilísima en el arte de la disimulación al mostrarse siempre sorprendida e indignada por la rapiña de sus súbditos, fue la que instituyó la piratería como política de estado: había llegado a la conclusión que robar es mejor que pedir prestado. Es ella la que de alguna manera impone la idea del navalismo sobre el continentalismo, deduciendo que en lugar de apropiarse de países y continentes, es preferible hacerse de puntos fuertes apoyados por una buena flota. Dueños los ingleses de una escuadra más ligera y veloz que la española, llegaron a moverse con una celeridad sorprendente para aquellos tiempos. Había nacido el poder formidable de las Provincias Unidas. Es decir: un nuevo poder, al que no todos estaban preparados para hacerle frente. Que fuera inglés, francés u holandés, lo atacaría en sus más profundas raíces al Imperio Español, falto de la solidaridad sostenida por la marina mercante. Porque, contrariamente a lo que el vulgo cree, es la marina mercante la base de la marina de guerra.
Observe el lector que en nuestro país se empezó destruyendo la Marina Mercante que era en 1955 la tercera del mundo. Los que hicieron esto sabían que, en realidad, lo que estaban destruyendo era la Marina de Guerra. Sin embargo la gilada asimiló lo que le decía Clarín, La Nación y La Prensa. Fíjese ahora cómo quedó la Marina de Guerra: peor que si hubiese regresado de una guerra. En Malvinas no pudieron actuar porque son hilachientos. Dijeron que no tenían la superioridad naval. Pues bien: ¿quién da la supremacía en los mares? Recuerdo que a cierto presidente los marinos le pidieron que les comprara una porta aviones, improcedentes ellos como pequeñuelos con una bicicleta. Ese portaaviones fue el imborrable símbolo de que no tienen idea de nada que no sea armar chirinadas, y los políticos, cansados de aguantarlos, les llevaron el apunte, pero están disculpados porque saben menos que ellos. No existe en el mundo un ejemplo mejor que éste para ratificar aquel añejo concepto geopolítico.





El humanista italiano Tomás Campanella, escribió De Monarchia Hispanica Discursus que, en realidad, es un libro escrito para Felipe II. Campanella soñaba para el rey de España un imperio universal, basado en la derrota de los turcos y en la destrucción del protestantismo y decía, como después lo repitieron tantos hombres de genio e ingenio, que quien tiene la llave del mar tiene la llave del mundo. Este principio geoestratégico lo tomó para su reinado y para Inglaterra la reina Isabel, aunque estuviese escrito para su vecino y enemigo mortal Felipe II. Bueno mire lector: yo no digo tanto para los nuestros, y me animaría a decir que quien tenga la llave de nuestro mar epicontinental tiene las llaves de la soberanía nacional. Con esto ya me conformaría.
Pero a Felipe II, algo le había dejado dicho su padre, Carlos V (Instrucciones de 1548), sobre que atendiese las comunicaciones marítimas con las Indias y que mantuviese sus fuerzas navales en el Mar Mediterráneo. Pero, ¿acaso él era un continentalista puro? En ocasiones pareciera que sí. En otras no: se lanza a las operaciones marítimas sin haber alcanzado antes la superioridad.

Se desata el latrocinio en cascada
En realidad no se sabe cuántas incursiones indeseables tiene el Río de la Plata y sus costas, desde el abandono Buenos Aires por Irala en 1542 hasta la fundación hecha por Garay en 1580. El atractivo de entonces habría sido la noticia de las piedras preciosas que cuentan Pigafetta y Albo en sus Diarios, que también las había visto Solís, y la captura de indígenas para su venta como esclavos en el litoral brasilero y otros puntos del caribe.
Pero un ejemplo nos dará una mejor idea. Cuenta Tulia Piñero (Navegantes y Maestres de Bergantines en el Río de la Plata, Siglo XVI), que el portugués Cristóbal Jacques, fundador de una factoría en Pernambuco, recorrió a fines de 1526 todo el litoral brasilero y, llegado al Plata se internó en él. Al remontarlo se encontró en la desembocadura del Paraná Guazú con una flotilla de barcos franceses a los que intimó rendición. Como estos se negaron sobrevino la lucha. Triunfó el portugués que mandó a pique a varias naves, a otras les prendió fuego y se guardo las tres mejores para él (pág. 101). Todavía no había llegado a ese lugar Sebastián Caboto para fundar San Lázaro y más arriba Sancti Spiritus, y ya había sobrevenido una batalla naval.

En 1577, una sociedad de comerciantes de Plymouth financia una expedición de cinco navíos que pone en manos de un hábil marino: Francis Drake (1540-1596), al que los españoles llamarán Dragón. Es este el tercer viaje de Drake. El primero había sido entre 1570-1571 al Caribe por una operación de venta de esclavos y de reconocimiento. En el segundo atacó a Nombre de Dios en 1572 (esta ciudad de Panamá fue atacada por los piratas ingleses: Drake en 1572 y 1596; W. Parker en 1602; H. Morgan en 1668 y E. Vernon en 1739 y 1741).
Luego de cometer tropelías, incendios, robos, crueldades y asesinatos en las Islas del Cabo Verde, Drake llega al Río de la Plata a mediados de mayo de 1578. Allí no encuentra a nadie (Garay estaba en la recién fundada Santa Fe de Luyando y el Adelantado Ortiz de Zárate había fallecido en Asunción el 26 de enero de 1576). Permanecería en el estuario unos catorce días, según su propia versión, que no es confiable según mi opinión, porque pudo estar mucho más tiempo haciendo exploraciones, tal como lo hiciera Magallanes. No hay constancias de un desembarco, aunque en su Memoria describe la ribera con mucho acierto y dice que “la tierra está solamente poblada de perdices y de hombres gigantes.”
En 1580 Juan de Garay funda la ciudad de la Santísima Trinidad y Puerto de Buenos Aires. Dos años después, en 1582, las velas de una escuadrilla de tres naves extranjeras se recortaron en el horizonte: el General Garay estaba vivo aún, pero se había marchado a Santa Fe de Luyando. Los intrusos estaban capitaneadas por el pirata inglés Edgard Fenton que inauguraba una serie de visitas indeseables. Buenos Aires, población que no pasaba de un rancherío de 150 casas de adobe y paja, se apresta para la lucha. Fenton remonta el Plata siguiendo el Canal del Infierno, que corre pegado a la costa uruguaya. Una de las embarcaciones se lleva por delante un banco y naufraga. Y sin que medie otro incidente conocido (posiblemente la agresiva presencia de indígenas los amedrentó), las otras dos naves se dan a la fuga y dejan abandonada una tripulación completa que cae en manos de los aborígenes comarcanos. Nunca más se supo de ellos. Ni un caracú quedó para recordarlos.
Promediando 1587 se asoma en el río el famoso pirata Thomas Cavendish (los españoles lo llamaban Candis o Candi). Fondea sus naves frente a la ciudad pero no se atreve a desembarcar. Al iniciarse el año 1593 el gobernador de Tucumán, Hernando de Zárate, debió acudir en dos oportunidades con milicias reclutadas en su provincia, para reforzar las defensas de Buenos Aires amenazada por los ingleses.

En 1591 Cavendish captura el puerto brasilero de Santos. Cuando la noticia llega a Buenos Aires cunde la desesperación y se hacen los aprestos para recibir un ataque fenomenal. Pero como dicen que no hay mal que por bien no venga, esta alarma convenció a los vecinos para que terminaran de construir el fuerte. La incipiente ciudad va tomando todo el aspecto de fortín fronterizo. Es decir: para lo que fue fundada a las disparadas después de conocer Felipe II la visita de Drake al desamparado Plata. Pero es un fortín muy especial porque soporta tres fronteras: una interna, la indiada brava no sometida que la rodea por el norte, el sur y el oeste; otra terrestre, los siempre traviesos portugueses en permanente acoso por el este y, de yapa, una marítima, las visitas de los enviados de Su Majestad Británica en el estuario. ¿Acaso no da la sensación de una ciudad sitiada sin posibilidades de auxilio? A partir de la derrota de La Armada Invencible en 1588, esta frontera marítima se transformó en bloqueo. Un bloqueo naval que no afectó solamente a Buenos Aires, sino a toda Hispanoamérica.

Sin embargo esta difícil situación para la incipiente ciudad trinitaria, resultó ser lo que fue sembrando y que después se recogería como frutos provechosos; el saber, dolorosamente: que con el indígena no se podía contar para nada, ni siquiera como mano de obra, lo que se prolongaría hasta finalizar las guerras de la independencia; identificar un enemigo cierto y perpetuo en las andanzas terrestres de los portugueses, trocados enseguida en las bandeiras de los mamelucos; y que los corsarios ingleses no eran otra cosa que ladrones y asesinos buscando el pillaje como en Portobello o Cartagena.

Tres enemigos, por falta de uno: cada uno feroces a su manera y con estilo propio. Y no hay nada que cohesione más a las sociedades humanas que el enemigo. Por lo que si alguien estudia el origen de lo que llamo conciencia nacional, debería comenzar por este lado donde se forjaron los embriones de la nacionalidad. En 1806 y 1807 los embriones ya eran adultos.
En 1628 aparecieron en la embocadura del Plata una flota de barcos holandeses. En otra oportunidad una escuadrilla francesa lanza un ataque sobre la ciudad pero es rechazada. Llega 1699: una flota dinamarquesa explora la costa bonaerense como buscando un lugar para desembarcar, echan anclas frente a la ciudad y un día, silenciosamente desaparece.
Llegado 1649 alguien le propone al rey de Francia la conquista de Méjico. El argumento que se esgrime habría de ser de larga vida y por ello repetida por todos los usurpadores: “España no se lleva bien con los naturales”. Es decir: los franceses habían descubierto el agujero del mate; pero como lo dijeron ellos, una nación civilizada, es una conclusión de sabihondos. “La contradicción entre la potencia colonizadora y la población colonizada –dice Salvador Ferla-, incluso cuando ésta desciende los colonizadores, está dentro del orden natural de las cosas, salvo en el caso, rarísimo, de una excepcional integración sociopolítica.”

Sin embargo han existido individuos, y aún los hay, que se han creído esta monserga, y justifican el avasallamiento de un espacio geográfico y a su pueblo, aferrándose a ella como verdad descubierta hace diez minutos, la cual justifica, a su vez, cualquier tropelía. El cine norteamericano ha llevado a la pantalla muchos de estos casos, claro que allí los libertadores son los yanquis que liberan a los oprimidos de algún tiranuelo. Digamos como en Santo Domingo, Panamá y en Irak. O como liberaron a Francia de los nazis: la redujeron a cascotes. Y a Italia del fascismo, bombardeando barriadas obreras, violando criaturas por una barra de chocolate y crucificando personas en los árboles como cuenta Curzio Malaparte.
En todos los planes ingleses elaborados para separar a España de Hispanoamérica, desde 1780 hasta 1810, figura esta frase como justificación necesaria y suficiente para iniciar una acción punitiva. Entonces Inglaterra aparece siempre como la portadora de la libertad de los pueblos y por esta razón exporta y exportó libertadores. Pueblos que nunca la llamaron, ni sabían qué tramaban los británicos autistas contra ellos. Y como ejemplo coloco a las invasiones inglesas de 1806 y 1807 a Buenos Aires, o a Caracas en 1805. Un caso verdaderamente patético. Así les fue. El pueblo quería el tirano viejo antes de tenerlos a ellos que venían de tiranos nuevos y, por lo demás, herejes de la peor ralea.

La decadencia y el epílogo

Aparentemente la vida de los imperios sigue una ruta inexorable que recorre desde su nacimiento, ciclos concatenados como su desarrollo, su expansión y la cumbre final, para luego tomar la pendiente por un plano depreso hacia el ocaso y su posterior conclusión o muerte. Parecería que ninguno ha podido escapar a este sino, y las caídas imperiales siempre han tenido ribetes de tragedia. Al final de ellos quedan las piedras y montones informes de ladrillos que tienen la mala costumbre de vivir más que los emperadores que les parecían eternos a sus contemporáneos.
Pero la caída del formidable Imperio Español tuvo sus orlas de tragedia de la que no habría de escaparse, seguida de su disgregación y un infortunio que no lo desamparó en ningún instante. Y he aquí que la declinación española coincide con el ascenso del Imperio Inglés. Más aún: Inglaterra montará su crecimiento futuro a expensas de los despojos del Imperio Español. Cosa que, en verdad a nadie le interesa, hasta que uno toma conciencia de que parte de aquellos despojos fuimos nosotros. Entonces se nos pone la agria la vida y cara de perro.
Tal vez, por estas cosas que pienso, es que don Ortega y Gasset diría que “desde 1580, cuanto acontece en España es decadencia y desintegración.” Es que a partir de la Guerra de Sucesión resumida en el vergonzoso tratado de Utrecht (1713), el deterioro del Imperio Español deja de andar a los recatados pasitos de bailarina en puntitas de pie, para trocarlos en brincos y zancadas de vara y media, hasta tomar la particularidad de una tribulación. Y casualmente esta aceleración hacia el ocaso español, coincide con la sustitución de los Austria por los Borbón en el trono castellano. Utrech y sus consecuencias, que nunca han sido estudiadas profundamente y por ello jamás fueron valoradas, es el punto de inflexión que marca el principio del fin. Es la crisis de la hispanidad. Y no la mire de soslayo, porque también fue el comienzo de nuestra crisis.

Comenzaron los Borbón, antañones anglófilos de pura cepa, por tratar de salvarse ellos, en lugar de tratar de salvar a España. Pero para salvaguardarse de la Parca inflexible y su guadaña inclemente, y mantener sus testas coronadas como fuere, sacrificaron a España, cuando toda lógica indica que debió ser al revés. Así sucumbió la preponderancia de la España Católica en Europa, pésimamente equilibrada con un acercamiento a Francia, el retrete de los ingleses: todas las guerras de Inglaterra fueron desarrolladas en suelo francés y muchas veces con franceses. Desde la invasión de Julio César en el año 50 antes de NSJC, hasta los bombardeos del IIIer. Reich Alemán en los ‘40, Inglaterra nunca supo lo que era el efecto demoledor de una bomba ni de contar muertos por centenas.
Con Gibraltar, España perdió el mar Mediterráneo entregándoselo a su enemigo histórico, porque quien domina los estrechos domina los mares. Y hasta el día de hoy: hable usted en España de cualquier cosa, pero el Gibraltar inglés no se toca, así como en la Cuba del Cuco se habla de todo menos del Guantánamo yanqui. Pero como aquello de ceder aquí y allá, fue poco para una angurrienta Inglaterra, los Borbón les dieron facilidades para comerciar con las colonias de América (con los Borbón las posesiones españolas de ultramar dejaron de pertenecer al Reino de España y pasaron a ser colonias: créanme que la diferencia no fue poca), establecer asientos negreros (1717) y con ellos aparece la sombra de la masonería que no se habría de ir más de aquí; con ella apareció el espionaje; el contrabando y con él el soborno; y la corrupción asociada a estas picardías, que en estos lares se murió sola, sin tener solución. A esta transferencia regalada de bienes habría de sumársele la España confabulada con los ingleses en la devastadora Compañía de los Mares del Sur. Así la España de las formidables etapas del Descubrimiento, la Conquista y el Poblamiento americano, aquellas de la Espada insigne seguida de la Cruz de Cristo y el Evangelio, por los Borbón se transformaría en una traficante de negros.
A pesar de todas estas concesiones inescrupulosas, Inglaterra no quedó satisfecha y por ello siguió hostilizando a España. “Deseosa de dominar el océano –dice César Cantú en su Historia Universal- soportaba con trabajo la concurrencia de España, o en todo el curso del siglo dieciocho dedicóse a destruir la marina de aquella potencia y disminuir sus posesiones en ultramar para sujetarla a la misma servidumbre en que tenía a Portugal. Ya la tenía encadenada con su fortaleza de Gibraltar, cuando amenazaba sus posesiones en América, y durante la guerra que hicieron los príncipes de Borbón, arrebató a España las Islas Filipinas y Florida.”

Pero quiso el destino que, de esta decadencia, España pasara al infortunio. En efecto: instigada por Francia y apelando al Pacto de Familia, los Borbón hicieron participar a España en la guerra por la independencia norteamericana a favor de los rebeldes. Pero ellos, los Bornones, debieron adecuar, antes o paralelamente, la situación de sus colonias, patrocinando una reforma política, social y económica para que la vaca no se les vuelva toro. Como no lo hicieron, el ejemplo que dieron fue un mal ejemplo y encima disolvente de cabo a rabo. Así aprendieron nuestros antepasados el apotegma que dice: una revolución coronada por el éxito es siempre legítima. Que es lo que aplicaron Aramburu y Rojas y se le olvidó a Perón. Pariente este dicho de aquel otro que reza: a la historia la escribe el vencedor (para que la gilería se la manduque cruda y como venga). Y por eso Mitre se hace historiador y, en nuestros días el Profesor Pigna y García Hamilton.
El 5 de octubre de 1504, existiendo la paz entre Inglaterra y España, por lo que en ese mismo momento se estaba agasajando al embajador inglés en Madrid, cuatro fragatas inglesas atacan a cuatro fragatas españolas procedentes del Río de la Plata que estaban próximas a arribar a Cádiz. Inglaterra ya ha inventado el liberalismo económico y sus dos brazos atenazadores: el capitalismo y el imperialismo. Y en verdad no le va mal, porque gradualmente se va enriqueciendo con este invento (aparte de despojar a la India, a la que dejaría en taparrabos hecho con un cuero de lagartija en 1816). Sin embargo y por lo que vemos no había perdido sus viejas prácticas de rapiña. Cuando Inglaterra no le hace la guerra a España le hace la guerrilla. Los caudales que transportaban los buques (uno se fue a pique porque explotó la Santa Bárbara), jamás fueron restituidos, como no lo fueron los saqueados en Buenos Aires en 1806 que desfilaron por las calles de Londres. Allí perecieron la esposa de don Diego de Alvear y siete de sus ocho hijos. Sólo se salvaron don Diego y su hijo Carlos, el después General argentino al servicio de Gran Bretaña, olvidándose que los ingleses les mataron a su madre y siete hermanos.
Es que a España en esto, toda leche le sale cuajada y por ello digo lo del infortunio. Como enemiga de Inglaterra perderá toda su marina en Trafalgar. Como amiga perderá toda Hispanoamérica. Simultáneamente era invadida por su aliado francés. No sé que más le faltaba, porque la bomba atómica no se había inventado, si no se la hubiesen tirado sin remilgos. Después de Waterloo los ingleses le pondrían a España (Fernando VII) y a Francia (Luis XVIII) un Borbón en cada trono, de manera que desde la costa normanda hasta Gibraltar, y de allí hasta el Rosellón (unos 3.500 Km de costas) y Marsella quedaba todo en manos inglesas. Es decir, en buenas manos, como lo diría en su carta Alvear a Lord Enrique Roberto Stewart, Vizconde de Castlereagh (el alma de las coaliciones contra Napoleón)
Cuando las legiones romanas invadían un país asestaban un solo golpe al enemigo dejándolo tieso. Al resto lo hacían la fascinación de Roma, los duchos gobernadores romanos, aguerridos pilotos de tormentas que mandaba el Imperio y el Derecho Romano que hacía pasar a los invadidos de bestias a seres humanos en un santiamén. Cuando aquí se perdió la fascinación por España y el encanto de Castilla, teniendo en algunos casos pésimos gobernadores mandados por la Corona, los aborígenes se fascinaron con Londres. Porque el tilingo azotacalles porteño o argentino, hoy con criadero en la Recoleta y en tres o cuatro capitales de provincia, siempre necesitó vivir seducido. Nunca he dejado de ver en estos hechizos que sufren los trotamundos parasitarios, un característico rasgo feminoide: como de mujer que necesita ser poseída. Pero tiene que ser un embrujo extranjero, los locales les disgustan.

Así, por ejemplo, nuestros marxistas, todos de quiosco, entendieron más al cañero cubano que al cabecita negra de Avellaneda, Berisso y Ensenada al que combatieron sin piedad (el 82% de las bombas colocadas por la subversión en la Argentina del los ´70 fue en barriadas obreras; y tan sólo un 2% en el Barrio Norte, Beccar, La Lucila o Lomas de San Isidro; y no mataron a un Alzaga Unzué o a un Preyra Iraola, no, mataron a un pobre gringo laburante como Oberdán Sallustro o a José Ignacio Rucci). Así también fueron a rendirle homenaje al Cuco Cubano en las escalinatas de la Facultad de Derecho, cuando ninguno se movió mientras profanaban el cadáver de Perón a serrucho limpio. Porque el palangana calabacín, con alma de granuja y dependiente por definición, entiende más el discurso del Cuco que el de Perón. Siempre lejos de lo que está cerca y cerca de lo que está lejos. Ellos deseaban y desean ser cogidos por la revolución cubana o de cualquier raro que ande suelto. Y no hay duda que los han cogido fiero. Y grande. El que quiera entender esto que entienda, porque solución no tiene.
Y apareció como bandera el lema ¡Viva el Rey! ¡Muera el mal gobierno!, que es como decir ¡Viva el liberalismo! ¡Muera el mal gobierno! Porque el lector ha de saber que el Liberalismo nunca tiene la culpa. La culpa es del gobierno o del pueblo que siempre está pidiendo cosas raras: comer todos los días, tener en la pieza el poster de una costeleta, abolir el mate cocido por las noches como única comida, que los chicos vayan al colegio, tener remedios, comprarles un par de zapatillas cada seis u ocho años y una bicicleta para que la usen catorce, incluido el padre para ir a trabajar. No señor. Así el país nunca progresará: nos decía Álvaro Alzogaray, Kieger Vasena y Alemann. Lo mismo hacen los marxistas: el estado de caquexia en que han dejado a las naciones que han tenido la desgracia de caer en sus manos no es culpa de la doctrina. No. Es culpa de los gobiernos y de la insatisfacción popular que siempre les reclama pavadas, como la propiedad privada, por ejemplo. Ellos no tienen la culpa. Lector: ¿usted escuchó a un liberal o a un marxista hacerse una autocrítica? Si lo encuentra avíseme. No sea malo. No me la quiero perder.

Con aquel lema, que salva la fidelidad a la monarquía, verdadera culpable de todo, estallaron varios movimientos subversivos de inspiración inglesa durante el Siglo XVIII. En Lima en 1742 y 1750; en Quito en 1765; en Nueva Granada en 1778 y en Chuquisaca y Cochabamba en 1780. También se asoció al aquelarre la rebelión de José Gabriel Tupac Amarú, tomada como señera por las profesoras de historia. Una rebelión, iracunda por demás, que tuvo características muy particulares, como por ejemplo: algunos integrantes del Estado Mayor de este bastardo, eran rubios de ojos azules. ¿Sorprendente, verdad? Los indígenas altoperuano tenían artillería. ¿No le parece increíble? Los artilleros sirvientes de aquellas piezas, también eran rubios de ojos azules. ¿Esto, no es sensacional? Las armas, pólvora y municiones para la guerra se la llevaban a don José Gabriel, escondido en las montañas, palomas mensajeras: después dicen que las palomas son bichos que no sirven para nada. Como si esto fuese poco en el Callao había anclado una flotilla de guerra inglesa a la espera de la marcha de los acontecimientos (Historia de la Rebelión de José Gabriel Tupac Amarú y Sublevación de Tupac Amarú, Colección de Obras y Documentos, de don Pedro de Angelis, Tomo VII, pp. 181 a 368; y 369 a 780 respectivamente, Ed. Plus Ultra, Bs. As. 1971).
Tal cual pasaría con la flotilla fondeada en las Balizas de Su Majestad Británica el 25 de mayo de 1810, con la famosa fragata Misleote que les hacía de insignia, a la espera de los acontecimientos, aunque desparramaba panfletos subversivos en la ciudad. O como, sin ir tan lejos, la flota anglo-norteamericana surta en proximidades del Pontón Recalada a partir de agosto de 1955, a la espera de los acontecimientos, mientras Rojas trabajaba para ellos entre bombas y cañonazos. Pero eso sí: siempre en nombre de la Libertad. No se olvide de la Libertad, amigo lector. Pero cósase los bolsillos y esconda hasta los mendrugos porque se los arrebatarán

miércoles, 12 de marzo de 2014

¿CUANDO FUE QUE DEJAMOS DE PELEAR? por Patricio Lons


¿CUANDO FUE QUE DEJAMOS DE PELEAR?
por Patricio Lons




¿Cuando fue que nos acostumbramos al caos y al desorden?
¿En que momento empezamos a aceptar que el bien era malo y el mal era bueno?
Nacimos hace quinientos años, no hace treinta. Tenemos una identidad de origen, aunque ahora la desconozcamos y mostremos supina ignorancia sobre el ser un buen argentino. 
En el 1° de abril de 1520, Magallanes ordenó celebrar la primera misa en tierra argentina, en un lugar al que bautizó Bahía San Julián y desde la cual cuatrocientos sesenta y dos años después, despegaron nuestros halcones para enfrentar al invasor eterno, aquel que parece ser el Némesis de nuestra nación y que se oculta en las sombras de cada esquina de nuestra historia. Luego los demás Adelantados, don Pedro de Mendoza, el dudoso Gaboto y don Juan Díaz de Solís, con sus corajes de españoles de lengua castellana y sangre vasca, le dieron inicio, forma y existencia a esta tierra del Plata, generosamente cobijada en los planes y testamento de nuestra primera reina de Indias, doña Isabel la católica.

Tuvimos momentos de felicidad y de gloria, de trabajo firme y constante en una tierra que germinó esperanzas, sueños y alegrías y que le permitió decir con orgullo a cada habitante ante quien nos preguntara y ante todo el mundo "¿¡Que soy yo...!?" "Yo...¡soy argentino!".

Ante el orgullo y la bonanza de siglos, fuimos desagradecidos con nuestra herencia. Dios nos dió una tierra hermosa y la bañó con su espíritu y su espíritu fue padre y hermano del nuestro, del de cada uno de nosotros. Y cuando tuvimos que defender nuestras convicciones, lo hicimos de pie, tanto ante el vil e impío invasor de tantos puntos del globo que aquí tuvo que hincar su orgullo y cuando nos enfrentamos entre nosotros en las guerras que nos separaron de la Madre Patria y que nos dividieron entre nosotros, los nativos de Indias, en tantos estados. Y en las guerras civiles, que tanto nos desangraron, también mostramos convicciones, coraje y decisión, cualquiera fuese el bando elegido.

Y si pudimos mostrar esas cualidades ¿que nos impide ejercerlas ahora? ¿Cuando fue que dejamos de pelear por lo que creíamos justo? ¿Cuando fue que decidimos entregar nuestra libertad y canjearlas por palabras? ¡Malditas sean las falsas libertades de hoy que nos quitan el honor y la dignidad, verdaderos valores de libertad que supimos antes defender!

Es hora de que cada argentino tome su bastón de mariscal, decida su destino y sea un líder dispuesto a echar a usurpadores de nuestra nación. En nuestra tierra un mal se ha alzado y nos destruye nuestra esencia, nuestra alma y tradición y deja una tierra yerma como herencia vacía para nuestra descendencia. ¡Quiero sumarme a los nuevos Cid, Liniers, Peñalozas y los seiscientos cuarenta y nueve Giachinos, que como héroes redivivos en todo el pueblo argentino unido y que como un puño erguido, enfrente nuevamente a este monstruo, lo mire fieramente a los ojos y lo vuelva a vencer. ¡Quiero que se levante de mi mano y de las vuestras, la hidalga Terrae Argentum de la Gran Restauración!

Recuperemos juntos nuestra civilización al canto de estas estrofas que convoquen a nuestros lares.
"He ahí a mi Padre Dios y a mi madre la Virgen
He ahí a mis hermanos y hermanas de la Patria y de la Iglesia
He ahí el linaje de mi cuna y religión regresando a su principio
He aquí que escucho su llamado
Me invitan a mi lugar entre ellos
en las alturas del cielo
donde los santos, caudillos y héroes,
viven por siempre"