Francia, los musulmanes y la laicité
Alberto
Buela (*)
Estuvimos
en París en el momento del atentado a Charlie
Hebdo y la reacción unánime de los medios y los comentaristas fue “hay que
profundizar sobre la laicité”.
Cualquiera
sabe que la laicidad es una idea que viene de la Revolución Francesa para
combatir la influencia cristiana en la educación, la vida y la cultura del pueblo
francés.
Por
supuesto que hay otras lecturas como asimilarla a la neutralidad del Estado en
tanto árbitro de los conflictos interreligiosos entre católicos y protestantes.
Pero la idea que prevalece es la primera.
Los
datos oficiales afirman que en Francia hay cinco millones de musulmanes pero
los extra oficiales nos hablan de diez a doce millones. Musulmanes que tienen
hijos y nietos nacidos en Francia, que ya no saben ni de donde vinieron y que
no tienen otro origen que el Hexágono.
Pero
estos musulmanes, los franceses los llaman islamistas, no están integrados a la
sociedad francesa, por mayor laicidad que se predique, porque como dice el
español Juan Manuel de Prada “morir en defensa del
laicismo es tan ridículo como hacerlo en defensa del sistema métrico decimal”. Todo hombre intenta
permanecer en su ser, esto es, al menos no morir, y si lo hace es por valores
superiores: Dios, la Patria, la familia, los amigos.
Estos millones de personas, como pasó con los
asesinos de Charlie Hebdo, no están integrados
a nada. Lo dice muy bien Fabrice Hadjadj “Les
Kouachi, Coulibaly, étaient «parfaitement intégrés», mais intégrés au rien, à
la négation de tout élan historique et spirituel de la France”.
Integrados “a nada”. Qué integración se puede
lograr de un inmigrante en cualquier país del mundo que no sea a los valores
del pueblo a donde va. Un politólogo liberal de talla como Giovanni Sartori
afirma: no hay inmigración sin
integración, pues de lo contrario se destruye la democracia.
El tema es que la laicidad no es nada, no es un
valor sino un disvalor, que viene a negar el
“impulso histórico y espiritual” que
dio sentido a Francia dentro de la historia del mundo.
Nosotros tuvimos ocasión de hablar con un
marmota como Jack Lang, antiguo secretario de cultura socialista, que le echaba
la culpa del atentado a la escuela porque no se enseñaba desde los primeros
años la existencia del Holocausto.
A lo que respondimos: señor, no es creando más
confusión de la que existe hablándole a niños de seis años de un tema sobre el
que los grandes triunfadores de la segunda guerra mundial, de Gaulle,
Churchill, Eisenhower y Adenauer, no hablaron nunca en sus autobiografías,
sino, en todo caso, enseñando la historia de la religión en Francia.
Es muy probable que nuestra propuesta tampoco
sea una solución porque tal como se muestran las cosas, lo más probable es que
la población francesa sea reemplazada por una mezcla de musulmanes y extranjeros
dentro de unos treinta años. La figura de la Madelaine es ya un dato del pasado.
La francesita del tango ya no existe más, lo que tienen ahora son turquitas. Es más, la ministra de
cultura es una linda turquita.
La decadencia tiene un principio fundamental, y
es que siempre se puede ser un poco más decadente. Y esto es lo que hemos visto
en Francia. Una vida pública reglada por la racionalidad y una sociedad
desintegrada. Uno camina por París y la coloratura (para hablar como Ugo
Spirito) es mora, pues es difícil cruzar a un blanquino francés por la calle.
Si analizamos el tema desde el gobierno vemos
que éste no puede salir del atolladero, porque la laicidad que propone
profundizar es la que lo llevó a semejante situación: una sociedad civil
partida en dos y desintegrada.
Una respuesta simple y lineal sería si el mundo
musulmán sigue anclado en la edad media, entonces apliquemos la fuerza de la
espada, expulsándolos y restringiendo su culto. Pero eso no se puede hacer, es
de imposible realización hoy en el mundo.
Nosotros solo barruntamos la respuesta católica
al problema, que es lograr su conversión, no existe una tercera posibilidad.
A Francia solo la puede salvar una revolución o
mejor dicho, una contra revolución. Ante un mundo musulmán que aun está en la
edad media, que no pasó por la etapa de la Ilustración ni de la modernidad, y
que vive a Francia como un caserío de herejes, solo puede oponerle u ofrecerle
la Francia como fillie ainée de l¨église,
como hija mayor de la Iglesia. Francia tiene que mostrar al mundo musulmán,
que se le ha instalado para siempre, su costado sagrado, su costado religioso,
productor de tantas y tantas hazañas.
Si a los millones de musulmanes instalados en
Francia, como también en Europa, se le ofrece como panacea la sociedad de
consumo, agnóstica y prostituida, corrupta y viciosa en la que solo vale lo que
se tiene y no lo que se es. Ese mundo musulmán nunca se integrará sino que más
bien luchará siempre en su contra.
Francia, y con ella Europa, tiene que recuperar
la religiosidad popular que tanto caracteriza a los pueblos iberoamericanos.
Así, las grandes procesiones, las grandes marchas, los movimientos de masas
enteras peregrinando a la Virgen que vivimos nosotros, son todos signos que
indican que aun alienta aquí lo sagrado.
Francia y Europa en general, tienen que
recuperar la sacralidad profunda que poseen con creces y que ha sido enterrada
bajo la pesada loza de dos siglos de liberalismo y banqueros usureros. Esa
sacralidad profunda y viva aun que se muestra en la actio sacra por excelencia y que no debe confundirse con lo sublime,
con lo bello grande, como lo hace cierto neopaganismo.
Todos sabemos que es muy difícil la integración
de los musulmanes a las sociedades europeas, el padre Foucauld, que misionó
durante largos años en África, así lo afirma, pero si estas sociedades no
detienen la estulticia de querer solucionarlo con mayor laicidad es imposible
la integración.
(
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